Título
Cartas de una peruana escritas en frances por Mad. de Graffigni; y traducidas al castellano con algunas correcciones, y aumentada con notas, y una carta para su mayor complemento por Maria Romero Masegosa y Cancelada.
Autor
Romero Masegosa y Cancelada, María (trad.)
Datos de la edición
Viuda de Santander e hijos
Valladolid
1792
518 pp. ; 12º
Fuentes
Información técnica



PORTADA DEL EJEMPLAR

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[]

Cartas de una peruana.

Escritas en francés por madame de Graffigni y traducidas al castellano con algunas correcciones, y aumentada con notas, y una carta para su mayor complemento por Doña María Romero Masegosa y Cancelada. Valladolid: en la oficina de la viuda de Santander, e hijos. Año 1792.
[p. 5]

La traductora.

Este prólogo, o como se quiera llamar, no habla con los sabios: estos me causan mucho respeto, para que aun ni se me pase por la imaginación el familiarizarme con ellos en una conversación tirada. No por cierto: toda tiemblo y me azoro cuando pienso que irremediablemente ha de caer en manos de alguno de estos mi traducción. Esta con todas sus añadiduras y ribetes está destinada para las personas de mi sexo: y con ellas hablan más directamente [p. 6] que con alguna del otro varias cosillas que me ha parecido que debía prevenir.
Sea la principal el anticipar la razón del porqué se han suprimido algunas cosas del original y por qué se han añadido otras. Pertenecen a lo primero algunas expresiones poco decorosas a nuestra sagrada religión; pues aunque se habla por boca de una gentil, no es esta razón suficiente para que deje de causar desagrado al delicado y católico modo de pensar de la nación española; y ciertamente me causaba la mayor repugnancia dar a la pluma cualquier expresión contraria a nuestra santa creencia. Es además cosa [p. 7] muy sabida el modo con que se explican los extranjeros (o por capricho, o por envidia, que me parece lo más cierto) cuando tratan de nuestros descubrimientos y conquistas de América. Empeñados en probar que el intento de nuestros Reyes Católicos no fue el de propagar la doctrina evangélica, se valen de cualquier ocasión para denigrar la conducta de los españoles en aquellos países; probando cuando más, que algunos de los que allá fueron obraron absolutamente contra las santas intenciones de los monarcas, que como hombres pudieron equivocar sus elecciones. Pero en esta parte ya está [p. 8] suficientemente vindicada la conducta de los españoles en las reflexiones imparciales que publicó en italiano el abate don Juan Nuix, y tradujo al castellano don Pedro Varela y Ulloa.
También me pareció preciso añadir alguna cosa a la parte perteneciente a la corrección de costumbres. Es cierto que la crítica que de las de Francia se hace en el original, no debemos despreciarla, y aun casi toda nos coge debajo; pero estamos tan preocupados del amor propio que nunca nos parece que se habla de nosotros, si no se nos dice francamente que merecemos la reprehensión. Esto, y el deseo de [p. 9] que se aplique e instruya a mi sexo, me movieron a que añadiese algunas reflexiones. Son muy pocas las señoritas que procuran adornar su espíritu con la lectura de libros provechosos. Regularmente empleamos todos nuestros conatos en los adornos del cuerpo, teniendo (digámoslo así) ociosa y abandonada esta alma racional con que nos honró el Ser Supremo, y que nos distingue de los brutos. Esta prerrogativa tan superior debiera más bien avergonzarnos que envanecernos, si considerásemos el mal uso que hacemos de alhaja tan excelente. Me intereso en sumo grado en los adelantamientos de mi sexo; [p. 10] y ya que mis esfuerzos no pueden ser suficientes para inspirarles otro modo de pensar más ventajoso, les suplico que apartando a un lado los aparentes obstáculos que puedan impedirles adornar sus almas con conocimientos propios de su nobleza, se apliquen a la lectura de libros morales e instructivos, para que ocupadas en tan útil cuanto agradable diversión miren con horror el vicio y amen la virtud. Una señorita joven, con conveniencias, y absolutamente separada de todo cuanto puede instruirla, ¿en qué ha de dar, sino en ocupaciones pueriles y aun perjudiciales? ¿De dónde procede tanta murmuración, [p. 11] tan pocos sentimientos de humanidad y compasión por las desgracias de nuestros semejantes? ¿De dónde tanta etiqueta, tanta intención como nos inspira la bagatela del descuido en una amiga, aunque haya dado pruebas convincentes de amistad y cariño? ¿De dónde el que las diversiones más fútiles, y tal vez prejudiciales, ocupen nuestra atención? ¡Ah! Bien se deja discurrir: de falta de instrucción. Acostumbradas desde la niñez a ocupar nuestras potencias intelectuales en bagatelas pueriles y vergonzosas, nos confundimos y damos por las paredes cuando queremos salir de los estrechos límites [p. 12] de nuestros conocimientos, y volvemos irremediablemente al camino trillado.
Señoras, compañeras y amigas mías, hablo por experiencia. Tuve mi temporada con que a pesar del deseo e instrucciones con que mi padre procuraba inspirarme el gusto a entretenimientos racionales, solo eran mi diversión el paseo, la tertulia y el adorno exterior sin acordarme del que debía emplear en mi espíritu. Parecíame tener en la cabeza una biblioteca de lo más selecto que se ha escrito con la lectura de las comedias de Calderón, las novelas de doña María de Zayas y otras obras de este jaez: era [p. 13] aficionadísima a leer, pero tenía tan mala elección, y las ocupaciones dejaban a mi padre tan poco tiempo para dirigirme, que llegó el caso de serme desagradable todo lo que no fuese un puro desatino. Pero mi hermano, que tenía tanta o más afición que yo a la lectura, que había tenido mejor elección, que se condolía de verme perder el tiempo y la vista en leer tantos y tan inútiles despropósitos, y que últimamente tenía más tiempo de vagar para tomar por su cuenta mi reforma, me fue cebando con libros proporcionados a mi situación, que me fueron sacando de aquella casi estupidez en que me [p. 14] hallaba sumergida; y últimamente no solo consiguió hacerme leer cosas útiles y agradables, sino el que aborreciese y abandonase todas aquellas patrañas e inútil fárrago que tanto me embelesaban. En obsequio de la verdad, es preciso confesar la mucha parte que tuvo en estos cortos progresos de mi aplicación; supo excitar tan bien mi emulación, que envidiándole el conocimiento que tenía de la lengua francesa, y no contentándome ya con la lectura de los libros buenos castellanos, y algunos italianos, de cuyo idioma teníamos algún conocimiento, me dediqué a traducirla, lo que conseguí a pesar de sus auxilios, [p. 15] con mucho trabajo, pues así por el gobierno de mi casa, como por los muchos trabajos que me cercan (de que es testigo fidedigno el pueblo en que vivo), no podía entregarme libremente a su estudio. Finalmente, habiéndolo conseguido, traduje esta obrita que presento al público.
No pienso pedir los perdones acostumbrados en tales casos por los innumerables defectos de que estará llena mi traducción; solo sí diré con la sinceridad que me caracteriza, y de que a mi modo de entender no deja duda lo que hasta aquí llevo dicho, que la empecé por entretenimiento, sin que me pasase por la imaginación [p. 16] el darla a la prensa, pero que a ello me obligaron algunos sujetos que me favorecen con sus amistad, de modo que me fue preciso condescender.
No dudo que se leerán con agrado las máximas morales que contiene. El original es muy apreciado, así de los franceses como de los españoles que lo conocen; y es cierto que en sumo grado son apreciables así la sublimidad de los pensamientos como la pureza y fortaleza del lenguaje. No puedo lisonjearme de haberles dado en la traducción toda el alma que tienen en el original ; pero además de que este es un achaque de que comúnmente [p. 17] adolecen las traducciones de los hombres diestros, cuyos yerros pueden servir de disculpa al atrevimiento de una mujer, espero que se aprovecharán de lo bueno mis lectores y despreciarán lo malo siquiera porque son faltas involuntarias; y además cometidas por el deseo de que las señoritas se aprovechen de la moralidad que contienen, y dar al público este producto de mi aplicación para animar a las demás señoras a que se atrevan y den los de la suya.
En cuanto a la carta que he añadido, nada tengo que decir sino que para ello he tenido razones poderosas (que he consultado) [p. 18] que omito, porque nadie me quitará que haga un tanto cuanto de la misteriosa, por lo que no importa un bledo: si fuese (como lo creo) inferior a lo demás de la obra, paciencia. Yo no sé más; hacer cuenta que no la he escrito; no leerla.
Réstame solamente hacer una advertencia que parecerá ociosa, y a fe que no lo es. Redúcese a que por la palabra SENTIMIENTO no se ha de entender solamente el que se recibe de alguna pesadumbre, sino también por el gusto y complacencia que recibe el alma, según las diferentes impresiones.
He hecho cuanto ha estado de mi parte para que pueda producir [p. 19] algún fruto mi trabajo; y si es inútil, agradézcaseme la buena voluntad. Basta de prólogo por la primera vez.

NOTA.

Para evitar equivocaciones se advierte que las notas del original se señalarán con números arábigos, y las llamadas de las añadidas por la traductora con esta señal (*).
[p. 21]

Introducción histórica de la autora

[...]
[p. 46](*) Ni estas, ni otras expresiones semejantes deben causar extrañeza en boca de Zilia. Lo primero, porque no era para menos la novedad y revolución que indispensablemente se notaría en el reino con un acontecimiento tan extraordinario. Lo segundo, porque según sus ritos y creencia, debían parecerle sacrílegos aquellos hombres que atropellaban unos templos que, aunque de ídolos, eran en opinión de aquellos pueblos tan sagrados como cualesquiera otros. Y últimamente, porque teniendo presente [p. 47] las guerras civiles que por tantos años reinaron entre varios de los que concurrieron a la conquista de aquel imperio, era consecuencia precisa el que se cometiesen algunos desórdenes. Con efecto, una de las víctimas que la soldadesca sacrificó a su barbarie fue el mismo conquistador y primer virrey don Francisco Pizarro (de cuya conducta hacen muchos elogios los historiadores franceses) hasta que últimamente lo apaciguó todo con el castigo de los culpados el licenciado Pedro de la Gasca. De estos hechos, en que el gobierno español ni la mayor parte de los castellanos tuvieron parte alguna, se valen los extranjeros para denigrar nuestra conducta en aquellos países, queriendo sin duda que fuesen ángeles cuando [p. 48] ellos mismos fueron en las suyas hombres y muy hombres. Pero a todas sus invectivas y detracciones respondió nuestro don Antonio de Solís, diciendo que "esto es confundir la sustancia con los accidentes". A esto no sé ni que haya que añadir ni que responder.
[p. 96](*) Los indios llaman a los europeos salvajes como nosotros a ellos; con que estamos pagados.
[p. 151](*) Ciertamente que es la cosa más ridícula e infundada el reírse de un oriental porque se viste a la otomana, o de un otros cualquier extranjero porque sus trajes son como se usan en su país; así como cualesquiera personas de las que acá se burlan de [p. 152] aquellas, tendrían a falta de atención y crianza el que en una corte extranjera excitase la risa su traje a la española. Esto sin duda es un efecto de nuestra mala educación, pues debiera inspirárseles a los niños desde la infancia la idea de que tan racionales somos los hombres vestidos de un modo como de otro, y que esta es una circunstancia accidental, anexa indispensablemente a la casualidad de nacer aquí o allí. No para en esto la preocupación, sino que aun entre nosotros mismos fijamos infinito la atención en estas exterioridades, y por ellas pasamos a graduar las prendas del alma. Hay sujetos para quienes un vestido alto de talle, unos calzones estrechos y otras bagatelas semejantes, son suficiente prueba para graduar de licenciosa la conducta de un joven. Yo no sé qué tienen que ver con las cualidades del alma ni una [p. 153] cuarta más o menos de tela ni un traje flojo o apretado. Y en cuanto a nosotras, ¿puede darse una puerilidad tan ridícula como el que una señorita se burle de una anciana porque no se viste como ella? Pero ¿qué ha de suceder si lo menos en que se piensa en nuestra juventud es en inspirarnos amor a las cualidades y adornos del espíritu? Hay criaturas que facha a facha se burlan de un sujeto porque a su parecer va vestido de este o del otro modo, y sus padres no solo no lo reprenden sino que lo festejan como una gracia muy donosa. Parece que de propósito solo piensan algunos padres en degradar a sus hijos, de la clase de racionales.
[p. 172](*) El original dice cabaña ROULANTE.
[p. 190](*) Estas visitas clandestinas eran una consecuencia precisa de aquella prohibición injusta, según mi corto modo de entender; tales procedimientos de los padres para con sus hijos son de los que más debieran evitarse, porque no es posible sino que ocasionen malísimas consecuencias. Paréceme pues, que aunque a un niño no se le debe impedir que haga cuanto se le antoje, siempre que no haya en ello inconveniente alguno, por el contrario [p. 191] jamás, por ningún pretexto, se le debe permitir que practique aquello en que lo hay. De aquí se seguirá infaliblemente que cuando llegue a fortalecerse su razón, obedecerán ciegamente cuanto se les mande, porque sabrán por experiencia que nada se les niega sin justo motivo. La materia necesita sin duda más extensión, pero solo me reduciré por ahora a decir que los padres que niegan a sus hijos ciertos placeres inocentes de que no puede resultar alguna mala consecuencia, serán indispensablemente engañados y desobedecidos con el tiempo, y darán motivo a que hagan de noche lo que a su parecer es indiferente y no se les permite hacer de día. Muchas veces son malos [p. 192] los hijos porque aquellos abusan de su potestad.
[p. 199](*) Reprende Madama de Graffigny la mala crianza de algunos jóvenes que se abrogan el derecho de injuriar a sus inferiores en calidad, en saber, etc. Por lo cual, y siendo tanta la cosecha que hay por acá de estos tales, soy de parecer que nos persuadamos a que el párrafo se hizo enteramente para nosotros. Los mismos que se conduelen del modo [p. 200] con que los tratan sus superiores, tratan a sus criados o dependientes con la mayor iniquidad; como que hay algunos amos que los llaman a silbos como a los perros. ¿Acaso se persuadirán los tales que son hombres de otra naturaleza, cuando por las menores bagatelas los insultan, maltratan o afrentan? La condesa de Genlis, en su tratado de Adela y Teodoro (si no me engaño), rebate la opinión de un escritor francés que quiere que sean mirados los criados como unos amigos desgraciados. ¡Véase qué extremos tan opuestos! Pues esto mismo que sucede con los criados por aca, sucede con aquellos sobre quienes nos parece que tenemos alguna superioridad.
[p. 206](*) Esto no debe causar extrañeza sino a las personas que no se han dado a la lectura de nuestros descubrimientos y conquistas de América; pero de todas nuestras Historias consta que aquellos habitantes daban el oro por pedazos de espejo, cuentas de vidrio, peines, cuchillos, cascabeles, campanillas y otras infinitas bujerías de esta clase; y lo más gracioso es que unos y otros creían engañar a aquellos con quien hacían estos cambios. En verdad que no me parece tan fácil decidir quién tenía razón.
[p. 216](*) En esta parte sobre poco más o menos me parece que ya todos somos unos franceses y españoles. Todos los extremos son viciosos por lo común; y desde la quijotería gótico-caballeresca, como dice N..., hemos pasado a una frivolidad extremada y superficialidad insufrible; de modo que la insubstancialidad ha ocupado el lugar que dejaron vacío una seriedad y prosopopeya inaguantables. Todo es apariencia y nada realidad. ¿Quién hay que no quede edificado en vista de las pruebas [p. 217] de amistad y cariño que nos prodigamos unas a otras? Pues todo ello es conversación. Los besos y los abrazos no son ya unas pruebas evidentes sino muy equívocas de afecto. ¡Oh, si leyéramos buenos libros! ¡Oh, si se nos adornara el espíritu! ¡Oh, si desde niñas se nos inspirara el desprecio a ciertas pataratas! Entonces seríamos mujeres; ahora somos unas figuritas de óptica y nada más.
[p. 227](*) Es cierto que hay muchos hijos malos, pero también lo es que hay muchos padres que no acordándose de que fueron hijos, se empeñan en elegir las alhajas que han de ser para aquellos. Deben sin duda procurar contener los progresos de una pasión desarreglada, y a mi parecer obran en esta parte con más prudencia que cuando se empeñan en dirigir a su gusto las inclinaciones de sus hijos, de que se hablará más adelante. ¿A cuántos escondites peligrosos no dan lugar unas prohibiciones indiscretas? ¿Cuántos escándalos públicos y desavenencias domésticas no ocasionan? ¿Cuántas jóvenes hay que se entregan a la confianza de una criada interesada o liviana por una falta de decente libertad? ¡Y cuántos perjuicios, cuán [p. 228] irremediables y vergonzosas consecuencias no acarrean semejantes desórdenes! Y esto ¿por qué? Porque gobernados algunos padres por el interés mundano, impiden que sean, como debieran serlo, los únicos depositarios de la confianza de sus hijos. ¿Quiénes tienen más derecho a exigir que se les patenticen los secretos de su corazón? Nadie: y con todo son por lo común los últimos que lo saben. Lo cual nace a mi parecer de que se empeñan en que un joven de veinte años obre como si tuviera sesenta, exigiendo de ellos una conducta irreprensible y angélica, sin contemporizar jamás ni mirar con indulgencia las flaquezas anexas a la edad juvenil; y cuando los padres quieren disponer a su antojo del albedrío de sus hijos, estos se recatan, [p. 229] persuadidos a que si cometen una falta y recurren a su amparo, hallarán un padre riguroso en vez de benigno. En tales casos, unos y otros deberían ceder de su derecho.
[p. 240](*) Esto habla con las de Francia; téngase así entendido para evitar equivocaciones.
[p. 243](*) ¡Válgame Dios! ¡Que haya padres que tal sacrificio exijan de sus hijos! ¿Es acaso una tragedia el condenarse a una perpetua reclusión por toda su vida? ¿Tan fácilmente se persuaden que es posible resistir a unas pasiones que por ellos mismos suelen llevar hasta el sepulcro? ¿Tan fácil es cumplir unos votos que se hacen con repugnancia?¡Ah! Si los que se abrazan voluntariamente son penosos y a veces irresistible su transgresión, ¿qué debemos [p. 244] persuadirnos de los que se forman a sugestiones de una sórdida avaricia? El Ser Supremo no quiere víctimas forzadas, y ¡ay de aquellos que por intereses mundanos y efímeros conducen al pie de los sacrosantos altares a inocentes víctimas de su perversidad!
[p. 249](*) Nosotros en esta parte somos como en otras muchas extremados, pero sí es cierto en un todo lo que dice el original que traduzco, [p. 250] se puede decir que en general somos nosotros más caritativos; pero regularmente son menos los que debieran ser más; y esto con mucha indiscreción. Hay personas que dan limosna al primer vagamundo que se les presenta; verdad es que suele ser porque lo vean; pero hay otras que ni en dónde lo sepan todos, ni en dónde lo sepa él solo. Tan malo con corta diferencia es lo uno como lo otro. Dar limosna a vagos es, además de fomentar la ociosidad, hacer una usurpación a los verdaderos necesitados. ¿Y dejará de contribuirse al sustento de todos los vicios dando alicientes a la madre de todos ellos? Y ¿quién creerá que hay personas que tienen poco menos que por delatable este raciocinio? Por otra parte, no aliviar con alguna limosna la miseria del enfermo, de la [p. 251] viuda, del anciano impedido, del joven huérfano, del imposibilitado de ganar el triste sustento diario, etc., es lo mismo que queremos confundir con los animales más feroces y tener entrañas de pedernal. Algunas veces me ocurren a la imaginación simultáneamente las imágenes de la mesa de un magnate y la de un pobre jornalero. ¡Oh, cómo me mortifica la inconcebible distancia que debe haber de la una a la otra! Por una parte veo al orgulloso señorón, presa de todos los vicios anexos a la opulencia y a la inacción, buscando alicientes a un apetito que la sobra de todo, y la indolencia tienen enteramente destragado e inapetente, y por otra al honrado, al virtuoso y fornido jornalero, rodeado de hijuelos robustos y juguetones, que con hambre sana y nada [p. 252] escrupulosa se contentan con una mesa frugal cubierta de manjares groseros, fruto de sus afanes. ¡Ah, poderoso! ¿No te condueles de la triste suerte del que con sus sudores ha surtido tu mesa? ¿No? Pues por otra parte pagarás lo que debes a la humanidad, indolente.
[p. 256](*) Con efecto, a mi parecer todo cuanto nos rodea sigue el paso de las costumbres. Hubo un tiempo en que la gravedad de estas se representaba hasta en el prolijo trabajo de nuestros muebles, los embutidos de marfil y bronce de nuestros escritorios y roperos, y la magnificencia de la doradura y talla de los artesonados de los zaguanes. Todo era machucho y sólido, pero con exceso: ahora ya se gradúa el mérito de las cosas por su ligereza baladí. ¡Todo es extremos!¿Cuándo pararemos en un prudente medio? Antes se quitaban los hombres la vida por mantener una verdad, acrisolarla y cumplir una palabra; ahora es la primera desconocida, y por consecuencia nadie se mata por lo que no existe sino casi casi en los espacios imaginarios; y de tal manera [p. 257] se da la segunda y se falta a su cumplimiento, que no habría quien cuando menos no tuviese rota o empañada la cabeza por estas faltas comunes y leves. Esto cuando, repartido el mundo en dos bandos, no se ocuparan en matarse recíprocamente por estas travesuras que ahora se miran como juguetes de niños, si en otro tiempo se derramaban arroyos de sangre humana para expiar sus contravenciones. Virtud maciza y sólida, Dios le dé hipocresía y apariencia, a pedir de boca.
[p. 261](*) He aquí una cosa que ha ocupado muchas veces mi imaginación. Todo el mundo [p. 262] se jacta de religioso, y suelen muchos que se lisonjean de tales dar en aquel momento pruebas de lo contrario. Yo creo que hay más irreligión y menos conocimiento de Dios de lo que se imagina, y más hipocresía y superstición de lo que se piensa. También conceptúo que nuestras costumbres solas serán capaces de sustraer a un prosélito o catecúmeno que para abrazar nuestra santa religión, quisiese informarse de aquellas para hacer concepto de esta; pues sin duda la dureza e irracionalidad de muchas de las primeras, le parecerían incompatibles con la dulzura y santidad de las segundas, y le harían formar un concepto erróneo. Ello no puede ser así; pero lo que yo veo es que suelen dar muy mal ejemplo los mismos que nos debieran servir de modelo por sus circunstancias, los que [p. 263] por ellas debieran ser los mantenedores de su pureza, y conciliar así las unas con la otra.
(*) El lago de Tisicaca que contiene la isla del mismo nombre, es en donde los peruanos creyeron que el Sol, su padre, puso a los dos hijos, varón y hembra, cuando los envió para que los doctrinasen. Por esta razón, y mirándolo como un sitio sagrado, construyeron los incas en ella un templo dedicado al Sol, todo aforrado, dice Garcilaso, de tablones de oro, y que se servía del mismo modo que los del Cuzco, etc.
[p. 264](*) Conozco cuán delicada es la materia para mi pulso femenil; pero permítaseme una reflexión que me ha sugerido más bien mi celo piadoso que mi talento. Haciendo relación el incomparable apologista de cortes [p. 265] de la resolución que este nunca bien ponderado capitán formó de derribar los ídolos de Tlascala, dice por boca de Fray Bartolomé de Olmedo las siguientes palabras, para disuadirlo de una empresa más celosa que prudente. "Que no estaba sin escrúpulo de la violencia que se hizo a los zempoales, que aquello en sustancia era derribar los altares y dejar los ídolos en el corazón". Paréceme, pues, que no es el mejor modo de hacer prosélitos entrar vituperando una secta que se pretende desterrar, antes de inspirar amor a la verdadera. Y a mi corto modo de entender, no hay duda en que como despreciar una secta no es lo mismo que convencerla de falsa, siempre será un paso que exaspere más bien que suavice, para dar oídos a nuestra religión; [p. 266] y tengo por indudable que admitidas las verdades de esta, los errores de la falsa se arruinarán por sí mismos.
[p. 273](*) No me admira que la pobre Zilia se persuadiese a que era incierta la relación del religioso, [p. 274] así porque no tenía ideas completas de la grandeza de su carácter para sujetar su entendimiento a unos informes que tanto la repugnaban, como porque yo lo veo y lo palpo, y apenas lo creo. Hasta la opinión pública suele condenar a los más provechosos; pues por lo común favorece con sus aplausos a los despreciables, y con el olvido a los más beneméritos, a quienes por fortuna reintegra la posteridad imparcial. Sin embargo, si la cosa se mirara con ojos filosóficos, más bien debiera esta persecución inspirar vanidad que abatimiento, porque regularmente esta ha sido la suerte común de los grandes hombres. De esta verdad se hallan a cada paso ejemplares en la historia; y lo peor es que por una rara complicación de acasos, no suele suceder así [p. 275] a los escritores adocenados y mercenarios, a los destructores del género humano con nombres de héroes guerreros, y a los malvados con capa de virtuosos. ¡Oh, cuántas reflexiones excitan semejantes hechos! ¡Cómo humillan nuestro infundado orgullo! Somos frágiles, somos escoria, y dale que le das que no lo hemos de conocer ni confesar.
[p. 301](*) ¿Será posible que la vejez caduca, ya con el pie en la sepultura esperando a sus orillas el funesto y último empellón de la inexorable parca, haga semejantes disposiciones reglamentarias? ¿Será posible que tales últimas voluntades [p. 302] sean obra de un ser que se ha educado en los principios de la creencia católica¿ ¿Será posible que tales personas crean la existencia de un ser supremo y justo, la realidad de una vida futura, el premio y el castigo en un momento tan terrible? ¡No es posible! ¡Sí lo es, la experiencia lo acredita!
[p. 321](*) ¡Oh, qué sentimientos tan diferentes de los que por acá se usan! Ya en otra parte se habla de la facilidad, y aun vanagloria, con que algunos jóvenes contraen deudas y arruinan sus casas. Muchas veces he reflexionado sobre esta materia y he raciocinado de una manera que tal vez parecerá disparatada. Pero yo soy tan franca que, aunque me desacredite, tengo que decir lo que se me ofrece. El artesano tiene para mantenerse con su jornal, sea como fuese; escasísimamente si se quiere, y como en realidad es; luego no puede [p. 322] faltarle nunca lo necesario al que tenga más que aquel, aunque poco. Pues ¿de dónde nace que ninguno tiene lo suficiente? De que ninguno quiere vivir conforme a su clase, sino conforme a la que está más allá. Y es tal la corrupción de nuestras costumbres , que aquel que se reduce a lo que tiene es el blanco de la murmuración de los que gastan más de lo que dan de sí sus facultades, y esto mucho será que no salga de la usurpación. Sin embargo, esto no habla con aquellos empleados cuyos sueldos es cosa sabida que no alcanzan más que para no morirse de hambre, y que, no obstante, han de presentarse con la decencia que exige su graduación. Ya se ve qué ha de suceder si hay quien después de cuarenta o más años tiene en su carrera el [p. 323] mismo sueldo que un mozo que empieza a servir por otra: cosa tan cierta que en el día se trata de la enmienda. Sin embargo, digo que no se debe quejar el que tiene rentas propias, o el que teniéndolas ajenas por empleado no tiene ocupación que exija mucha decencia exterior, los cuales si voluntariamente se empeñan, delinquen con exorbitancia más que los que ocupan puestos de mucho honor y poco sueldo. Un mayorazgo no tiene más dignidad que la de sus rentas, con que cualquiera otra que aparente es injusta.
[p. 340](*) En verdad que es así; díganlo si no tantas [p. 341] obras de caridad como se hacen por vanagloria. Casi puede decirse que les está muy bien a los verdaderos necesitados el orgullo que nos impele a hacer algunas limosnas, porque por él reciben algunos socorros de que tal vez carecerían, si con tales exterioridades no pensásemos más en conciliarnos el aura popular que en socorrer la indigencia.
[p. 345](*) Tiénese por cosa indudable el sumo respeto [p. 346] con que los infieles tratan a los ornamentos de su culto. Pronuncian con extraordinaria veneración los nombres de sus falsas deidades y observan una prolija y escrupulosa puntualidad en el cumplimiento de sus preceptos. Pero ¡oh, dolor!, ¡cuán diferentemente nos portamos los que dichosamente nos apellidamos católicos! En los templos se entra con tanta desenvoltura como pudiera en los teatros públicos; nuestros ademanes impenitentes e indevotos demuestran nuestra irreligión, ofreciendo enteramente la imagen del desenfreno y relajación de costumbres; y a veces suelen servir de puntos de reunión escandalosos y sacrílegos. Sus aledaños son el teatro de las diversiones de jóvenes blasfemos, haraganes y fulleros, donde a la faz de todo el mundo se profieren palabras obscenas que [p. 347] miran con indiferencia padres de tales hijos, y últimamente para que se horroricen los verdaderos católicos, los rincones de las venerandas iglesias suelen ser unas cloacas o depósitos de inmundicias humanas. ¿Esto se sufre?. ¿Esto se pasa por alto?. ¿Esto se comete impunemente, al paso que una debilidad, una distracción juvenil, es castigada por un padre con una pena exorbitante a la calidad del delito?. ¿Dónde estamos?.
[p. 351](*) También habla Zilia en otra parte del mucho tiempo que gastaban en el tocador. Deseo infinito que se simplifique nuestro traje, que además de ser costoso, es molesto, y que sirva más que hasta aquí a la comodidad y al abrigo. Pero antes de que se me olvide, quisiera preguntar (porque hace mucho tiempo que lo ignoro, por más que he procurado averiguarlo), ¿en qué consiste, que según lo exige la costumbre, y lo que es más, la buena crianza, sea preciso tener un hombre asalariado para nos empuerque y enmarañe el cabello, con lo cual solo se logra la conveniencia de criar y alimentar a costa de nuestra [p. 352] sangre, una sentina de animalillos inmundos e incómodos?
[p. 358](*) Por acá también tributamos nuestros inciensos al ídolo de lo superfluo. La redundancia de lo que se gasta en trajes, trenes [p. 359] y mueblaje de casa inútiles sería suficiente para mantener una innumerable porción de familias indigentes. A vista de los crecidos gastos que hacen algunos hombres (lo mismo digo de las mujeres) en cosas enteramente inútiles, cuando no perjudiciales, parece que a su modo de entender, la palabra pobreza es absolutamente ociosa en nuestro idioma, o si no, un ente imaginario, lo que significa solo a propósito para usado en cuentos de viejas. Cierto que es cosa graciosa que una persona, que por más que se afane jamás podrá llegar a ser persona y media, tenga para su uso tantos coches, tantos y cuantos caballos, tantos y tantso vestidos, etc., etc. ¿Se puede dar una prueba más convincente de que esto de humanidad, o es una palabra que no significa lo que se pretende, o es un bochorno de infinitas [p. 360] personas? Un hombre no es más de uno, y se sienta a una mesa preparada como si hubiera de servir a saciar el apetito de veinte; pues hay quien dice que es indispensable que en aquel momento haya otros tantos necesitados y faltos de lo necesario. Digo que no lo entiendo, si esto se subsana con decir que se practican las virtudes y nada más. Ello es que todos se confiesan y...
[p. 402](*) Parece que no se puede decir más ni mejor; y desengañémonos, que lo mismo sucede entre nosotras. No hay amigas para amigas: las más íntimas no se perdonan el menor descuido. Todas nuestras concurrencias se reducen a conversaciones inútiles en que se habla maquinalmente, sin que se sienta nada de cuanto se dice; juego y murmuración, en que suele suceder que se quitan el honor con la detracción y la maledicencia dos que ayer fueron en extremo amigas. Nadie se fía de nadie; todas nos miramos con desconfianza; y todas somos amigas unas de otras hasta que se presenta una mezquina ocasión de acreditarlo. La prueba más evidente de que no hay verdaderas amistades es la facilidad con que se contraen. Señores hombres, no hay que echar la especie en saco roto, que en esta parte no hay entre ustedes y las mujeres un pelo de diferencia.
[p. 407](*) Es cierto que en esta parte hay hombres que, como suele decirse, nos tiran a degüello. No temo que se diga que me apasiono en la defensa de mi sexo, porque el desarreglo es notorio, y tan excesiva la imprudencia de algunos jóvenes que se burlan de la reservada modestia de los otros. La flaqueza de una mujer seducida sirve impunemente de conversación a jóvenes atolondrados, sin reparar en que es casi imposible resarcir la opinión [p. 408] que una vez se perdió. Los oídos y la atención se prestan fácilmente a la calumnia, pero una vez introducido el veneno, ni aun una satisfacción pública es suficiente triaca para dejar las cosas en el ser y estado que estaban. Este pecado es tal vez de peores consecuencias, y es de los que más frecuentemente se cometen. Esto, cuando seamos tan afortunadas que se contenten con decir una verdad que nadie les pregunta. ¡Ay de aquellos que injustamente mancillaron el honor de una mujer, si es cierto (como no tiene la menor duda) que sin el reintegro no se expían las usurpaciones!
[p. 413](*) No quiero que se me olvide ni pase la ocasión de decirlo. Conozco niños que se guardarán muy bien de coger un tenedor con la mano izquierda o poner en pan con el asiento hacia [p. 414] arriba delante de sus padres, pero sin embargo podrán impunemente, y aun se mirará como una gracia muy chistosa, llamar a su madre... No sé si me ría o me compadezca.
[p. 416](*) Es indudable que la tibieza de nuestra devoción nace de la superficialidad con que en nuestra educación se nos inspiran las ideas relativas al ser supremo y de lo [p. 417] perteneciente a su sagrado culto. Asistimos a las iglesias puntualmente, es cierto, pero de la misma manera que si fuéramos a conversación con una vecina. Parécenos que con ciertas exterioridades tenemos cumplido para con Dios; pero el corazón sabe S.D.M. por dónde anda. Los rosarios que se rezan en las casas son más una algarabía de voces desentonadas que devotas. De manera que con razón se dice que parecen un puro cumplimiento y nada más. Es imposible que ningún gentil pueda formar una idea completa de la grandeza y majestad del Rey de los Reyes a quien dirigimos nuestras súplicas a vista de la familiaridad con que le hablamos. Basta ver la indevoción con que los niños acompañan nuestros rosarios públicos para venir en conocimiento de lo poco que fijarán en lo sucesivo [p. 418] su atención en estos y otros actos religiosos. La mayor parte de los públicos no ofrecen más que imágenes de irreligión y desenvoltura.
[p. 422](*) Noto que somos poco humanos: nos sé en qué consiste, pero diré dos observaciones que he hecho, la una con respecto a mí misma y la otra relativa a las señoritas cuya indiferencia a vista de los males que otro sufre me estremece y abochorna algunas veces. Sea, pues, la primera, que puedo asegurar con verdad que desde que me he dedicado a la lectura, se ha aumentado notablemente mi sensibilidad, y en el día me conduelo de un irracional maltratado injustamente. Sea la segunda, lo infinito que me horroriza ver que corren y se atropellan por disfrutar la diversión de ver ahorcar a un hombre, tal vez más digno de excitar la compasión que la abominación pública, no ya aquellas gentes rústicas e idiotas [p. 423] que apenas son un poco más que brutos, no aquellos señoritos cuya educación descuidada hace insensibles y estúpidos, ni menos (con horror lo digo) los ministros del Altísimo, ministros de paz, sino las mismas señoritas de primera clase, cuyo corazón debiera ser más susceptible de sentimientos piadosos y compasivos. Estas, pues, corren precipitadamente a ver quitar a sangre fría la vida a un hombre que ningún daño les ha hecho, a un infeliz que tal vez delinquió y fue conducido al cadalso a impulsos de la pobreza y la miseria, a un desgraciado lleno de angustia y amargura, que un momento después va a perder nada menos que el tesoro inapreciable de la vida, y que tal vez con su muerte va a llenar de luto y tristeza a una familia inculpable e indigente. Empero, si cuando una de estas [p. 424] señoritas vuelve a casa, y después de haber observado con atención e indiferencia los gestos y movimientos que producen las ansias de la muerte, halla muerto un falderito, le da un patatús que por poco nos priva de sus gracias y sensibilidad.
[p. 425](*) Acá, bendito sea Dios, todos nos pagamos en una misma moneda. Los de la primera clase se desdeñan de tratar con los de la segunda, y estos llaman vanos a aquellos, al paso que ellos lo son tanto o más con respecto a los de la tercera, que se quejan del mismo modo de ellos y proceden de la misma manera con los [p. 426] de la cuarta. Un pueblo que conozco es buen testigo de todo esto: todas las clases se llaman unas a otras vanas, y todas tienen razón a fe mía. Sin embargo, en todas partes se nota que aquellos caballeros que son lo que representan , esto es, que en realidad son ramas de un tronco de superior e ilustre jerarquía, son los más atentos y familiares, e indispensablemente los más estimados del pueblo, que sin duda los aprecia y aun envanece con ellos cuando no abusan de una calidad que los distingue, mucho más cuando sabe que es pegadiza o infundada.
[p. 427](*) A ninguna de nosotras se nos enseña el castellano, y aunque no se puede negar que las hay entre nosotras muy afluentes y de lengua muy expedita, no es menos cierto que todas hablamos bien mal, aunque esto no nos quita que estemos muy satisfechas de lo contrario,
[p. 432](*) No me atreveré a decidir de qué nace la ignorancia en que vivimos sepultadas las mujeres, aunque me lo presumo, pero el hecho es evidente. Y esta se ha connaturalizado tanto, que ya se burlan muchas de la escasa aplicación de algunas. Pero si me apuran un poco, diré que jamás llegarán los hombres a aquel grado de perfección de que son susceptibles en ciencia y virtud hasta que nosotras seamos regulares y les vayamos a los alcances. Yo me sé el porqué, pero no lo quiero decir, porque pobre de mí, ¡cuál me pondrían!, "he aquí, dirían, lo que sucede: ya se nos quieren subir a las barbas porque saben algo más que leer; no nos podremos averiguar con ellas, ni con sus bachillerías, si les franqueamos la puerta a los estudios". Señores míos, es un terror [p. 433] pánico, hijo legítimo de la holgazanería: siendo ignorantes nosotras, no necesitan ustedes saber más de lo que saben, y si adelantásemos un poquito, tendrían ustedes precisión de hacer un estudio más sólido y apretar los estribos. ¡Pobres de todos ustedes si en mí consistiera! A fe mía que no nos habían ustedes de paladear con dijes y diversiones pueriles como a los niños! Pero a bien que algunas hay que ya van sacando los pies de las alforjas, que son bien conocidas, y a mi parecer dentro de poco nos veremos las caras, y el que caiga, mire cómo se levanta.
[p. 435](*) Muchas veces me ha ocurrido al pensamiento de que así como el gobierno procura contener los gastos con que se adeudan los manirrotos, no sería malo que practicase algunas diligencias con los miserables. Si aquellos usurpan al público lo que gastan a más de lo que dan de sí sus facultades, estos con lo que ahorran y debiera [p. 436] circular. Por ejemplo: un hombre tiene treinta mil dicados de renta, y por efecto de una sórdida avaricia gasta solamente en cada un año mil y ahorra los veintinueve, ¿no es esto hacer de las riquezas un abuso indigno de un racional? ¿A dónde pensarán llevarlo por su fallecimiento? Estas acumulaciones de riquezas causan a mi parecer un daño real y verdadero, que no se puede ocultar a los talentos reflexivos y amigos de profundizar en las materias.
[p. 480](*) Esta buena disposición que Zilia da a entender en sus dudas, sugirió el pensamiento de añadir la última carta.