Título
Obras poéticas de la madre sor Ana de San Jerónimo, religiosa profesa del Convento del Ángel, Franciscas descalzas de Granada, recogidas antes y dadas a luz después de su muerte por un apasionado suyo.
Autor
Ana de San Jerónimo
Datos de la edición
en la oficina de Juan Rodríguez
Córdoba
1773
[24], 426 p., [2] en bl. ; 4º
Fuentes
Información técnica



PORTADA DEL EJEMPLAR

SigloXVIII/anasanjeronimo1773-1.jpg


[h. 1r]

Obras poéticas

de la madre sor Ana de San Jerónimo , religiosa profesa del Convento del Ángel, Franciscas descalzas de Granada,

recogidas antes y dadas a luz después de su muerte por un apasionado suyo.

Con licencia.

En Córdoba, en la Oficina de Juan Rodríguez, calle de la Librería, año de MDCCLXXIII [1773].
[h. 2r]

Carta del que hizo la colección de estas obras y las ha impreso a su costa: a la madre abadesa del Convento del Ángel de Granada, enviándole toda la edición

Madre abadesa: Muy señora mía, sin cabal noticia de vuestra reverencia para la colección de estas obras ni su expreso permiso para darlas a la prensa, me resuelvo dedicárselas y remitírselas. Confianza es [h. 2v] disculpable en un hermano de esa su religiosa comunidad y favorecido de vuestra reverencia. A la madre sor Ana de San Jerónimo, que no menos por su ejemplar virtud que por su elevado númen poético fue, sin duda, la heroína de su sexo y de su siglo, debí la satisfacción de que me las fuese comunicando para verlas. Pero yo, embelesado en la sublimidad de sus conceptos y en la oportuna erudición sagrada con que los adorna, vine a olvidarme de la buena fe de confiado y la hice la traición de copiarlas con el deseo de que el público algún día las lograse. Este fue mi hurto (aunque piadoso), que ya hoy confieso a [h. 3r] vuestra reverencia y que le restituyo justamente como a su prelada, en quien residen sus acciones, que son los requisitos con que puedo ser absuelto de mi culpa. Ellas son obras, ciertamente, que solas ellas pueden servir de digna parentación de la difunta. El Señor, en quien confiamos, la tenga en su presencia y en donde estará pidiendo por nosotros. Guarde a vuestra reverencia muchos años.
[h. 3v][h. 4r]

Licencia del Consejo

Don Antonio Martínez Salazar, del Consejo de su majestad, su secretario, Contador de Resultas y Escribano de Cámara más antiguo y de Gobierno del Consejo,
certifico que por los señores de él se ha concedido licencia al convento y religiosas Franciscas Descalzas del Convento del Ángel de la ciudad de Granada para que, por una vez, pueda imprimir y vender un Libro de poesías a diferentes asuntos, escrito por la madre sor Ana María de San Jerónimo, religiosa en el citado convento, con tal de que sea en papel fino y buena estampa, arreglado en todo al ejemplar que acompaña, omitiendo lo testado por el censor. Y el citado ejemplar va rubricado y firmado en la primera y últimas hojas por mí y las demás por don Manuel de Carranza, oficial segundo de la Escribanía de Cámara de Gobierno de mi cargo, al cual está el despacho de esta Comisión; guardando en la impresión lo dispuesto y prevenido por las leyes y pragmáticas de estos reinos, presentando al señor Juez de Imprentas o per- [h. 4v] sona que nombre antes de imprimirse ni venderse el papel en que se haya de ejecutar para su reconocimiento, trayendo al Consejo, antes de darle al público, un ejemplar impreso junto con el original. Y para que conste lo firmo en Madrid a cinco de mayo de mil setecientos setenta y dos.
Don Antonio Martínez Salazar.

[h. 5r]

Licencia del señor Gobernador

Nos, el doctor don Francisco Javier Fernández de Córdoba Ponce de León Góngora y Acevedo , Caballero de la Real y distinguida Orden española de Carlos Tercero y Canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Córdoba, gobernador, provisor y vicario general de ella y su obispado por el ilustrísimo señor don Francisco Garrido de la Vega, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, Obispo de Córdoba del Consejo de su majestad, etc., damos licencia por lo que a nos toca para que en cualquiera de las imprentas de esta ciudad se imprima un Libro de poesías a diferentes asuntos, escrito por la madre sor Ana María de San Jerónimo, religiosa Francisca Descalza del Convento del Ángel de la ciudad de Granada. Y para que conste, firmamos este en Córdoba, a seis de octubre de mil setecientos setenta y dos años.


Doctor don Francisco Javier Fernández de Córdoba .

Por mandado del gobernador,
don Francisco Romero. Secretario

.

[h. 6r]

Noticia de la autora

La madre sor Ana de San Jerónimo fue hija de los señores don Pedro Verdugo y doña Isabel de Castilla, condes de Torrepalma, vecinos de Granada, donde estaba establecida esta casa, y hermana del excelentísimo señor conde de este título y señor de Gor, que murió de embajador de España en la Corte de Turín.
Nació esta señora en Madrid el año de 1696 y el cuidado de su educación (como el de los demás hermanos) no lo fiaron sus padres a otros que a sí mismos: bebió de ellos una piedad solidísima y del padre (que era muy versado en lenguas y en erudición sagrada y profana) una instrucción no común aún en los que por estado profesan las ciencias. De aquí es que, mientras estuvo en el siglo aún desde sus primeros años, resplandecieron en esta señora la modestia, el amor a todas las verdades de la religión, el esmero en la práctica de todas las virtudes y un espíritu tan sublime que jamás des- [h. 6v] cendió a las bagatelas que ordinariamente ocupan a las personas de su sexo.
Tan desde sus tiernos años hizo el soplo de las musas subir a llama la luz de su razón, que, teniendo solo tres, dijo, cual de repente, la redondilla que se va a referir, en que empezó a presagiar su sublime ingenio y no menos su natural pudor. Estaba aún en la cama una mañana, por cuya pieza venía a pasar un médico para visitar una criada de sus padres; ella se tapó la cara y el médico, creyéndola dormida, lo dijo así al paso. Cuando volvió de su breve visita, le dijo la niña:

Yo no quiero que penséis
que me tapo de vos hoy,
sino que penséis que estoy
durmiendo y no me miréis.

Copla tan ajustada a mensura y consonantes en una niña que apenas empezaba a hablar admiró justamente a todos para conservarla en la memoria.
Sus ocupaciones antes de religiosa eran los ejercicios de piedad, los cuidados domésticos, que dividía con su madre, y los [h. 7r] ocios que le quedaban de estos. Y de aquellas concurrencias precisas que prescribe la política a las señoras de su esfera los gastaba en el que llamaban su tocador, que era la librería selectísima de su padre, donde este cultivó aquel talento extraordinario que admiramos en sus obras. Su lección de poetas latinos, griegos, castellanos e italianos fue vastísima, pero la más frecuente fue de los escritores sagrados, singularmente san Jerónimo, de quien decía con gracia que a pedradas la había metido en el claustro del Ángel a donde se vino, dejándose intempestivamente a su madre en la iglesia de los Clérigos Menores. Fue su entrada el año de veinte y nueve y profesó el de treinta.
Desde que tomó el hábito renunció a toda otra lección que la espiritual, ni ha tomado la pluma si no es por obediencia y para asuntos sagrados. ¿Qué progresos no habrá hecho en la virtud la que en el siglo podía ser modelo de religiosas? Cuando la muerte, que ojalá tarde mucho, quiebre este vaso de alabastro, se verá entonces y se esparcirá el olor del preciosísimo bálsamo de virtudes que ha encerrado. Entretanto [h. 7v] podremos decir que sobre ser la más observante de su instituto, sin que sus enfermedades en estos últimos años la preserven de ser la primera, no solo en las distribuciones espirituales sino en los oficios más humildes de la comunidad, su candor propio de aquella grande alma y su trato exterior es tan familiar y tan común que el que ignore el tesoro de la luz que hay en ella escondido la tendrá por otra cualquiera que no merezca singular concepto. Y que es menester que el eslabón de la obediencia o de la ocasión precisa saque las centellas de aquel pedernal en que la endurece su modestia y el bajísimo concepto de sí misma.
No hay que inquirir de ella su mérito, sino de sus escritos, que mira con tal desprecio que hubieran todos perecido si la plausible codicia de los aficionados no los recogiera como preciosidades de la mayor estimación. El más famoso de estos es una égloga de bastante volumen, en que llorando la muerte de su padre inmortalizó sus virtudes cristianas y políticas y su erudición acendradísima. Lo más que ha escrito en la religión, impelida de la obediencia [h. 8r] son unas odes o cánticos al nacimiento del Niño Dios, donde no fuera mucho decir que el espíritu divino es el que le enciende el númen, pues hay pasajes que no parece que los puede haber dictado musa mortal, sino aquel entusiasmo que animaba a los profetas. La lección de ellos testificará a quien sepa penetrar su fondo (porque no es para todos) que no es hipérbole lo que decimos. Mientras logramos que viva, siendo el consuelo de sus hermanas y apasionados, baste lo dicho.

[]

[h. 8v]

Habiendo muerto el conde de Torrepalma, padre de la autora, hizo la égloga siguiente, que dedicó a su hermano don Alonso Verdugo y Castilla, conde de Torrepalma, en este soneto.

¡A ti!, ¿a quién si no a ti mis voces diera?
¿quién, como tú, mis voces escuchara?
¿En qué otro mar mi llanto desbocara?
¿En qué otro pecho mi dolor cupiera?

Cortada envío de la infiel tijera,
robada entrego de la muerte avara
vida, que luz eternamente clara
vivir a impulso de la tuya espera.

Bebe tú, pues, mi llanto en mis borrones
y las cenizas de Fileno vean
que a las tuyas mis lágrimas mezcladas

con nuevo impulso de ambos corazones
mejor lloradas por tu pluma sean,
sean también segunda vez lloradas.

[h. 9r]

Prólogo de la misma autora para la égloga siguiente.

Aunque respecto de la persona para quien principalmente escribí esta mi pequeñísima obra fuera excusado este prólogo, que comúnmente se endereza a captar la voluntad y a satisfacer el entendimiento en las dudas que pueden ocurrir, lo primero porque nadie puede decir mejor, lector amigo, y lo segundo porque es tan dueño del asunto como yo, y de la misma suerte penetra su sentido. Por si el tiempo, la ocasión o la fortuna, que tantas veces burlan la precaución más justa, llevaren mi égloga a otras manos y descubrieren el nombre de su autor, me ha parecido preciso satisfacer la nota de atrevida y vana, por el respeto que todos debemos a los cuerdos y yo, a todos. Celebrar a un héroe es digno de otro héroe, y estoy no solo lejos, sino fuera de su clase para dar a conocer virtudes tan sublimes, obradas gran parte en el estre- [h. 9v] cho buque de una vida privada. Era necesario robar entre los rayos de este Apolo aquella luz descubridora de milagros que dio al bien público tantos Silenos, quiero decir (porque no sea el prólogo más oscuro que la obra), aquel penetrante conocimiento de talentos de mi padre, que dio a las armas, a las letras y a las más nobles artes muchos hombres que, tenidos por ineptos, llegaron a ser los más célebres de nuestro siglo.
Si yo pensara que rompía los candados de la infacundia y de la modestia de mis labios, la erudición histórica o la dulzura poética, mereciera la burla común. Ten presente, como lo creo yo, que el amor filial abre los míos, que no es la primera vez que hace hablar a un mudo. Un padre digno de mucha memoria, que mirado con ceño de la que llamamos Fortuna y trabajado de la que adoramos Providencia, como suelen vivir los justos que, habiendo gastado la mayor y mejor parte de su vida y de sus bienes en servicio de su príncipe y de su patria, aunque tuvo siempre muy singular aceptación de uno y otro, vivió y murió tan sin premio que casi no dejó a sus [h. 10r] hijos otro patrimonio que la gloria de ser hijos suyos y, sobre este sólido fondo, la protección divina, prometida a la posteridad de los justos. Un padre que tan tiernamente fue padre y tan eficazmente insinuó en sus hijos el amor y la reverencia de hijos pide de justicia que se dé a su posteridad lo que valiere el hijo. Y cuando digo eso quisiera valer algo, porque aunque tengo una piadosa fe (que no pudiera negar sin injuria a la inocencia y a la justicia) de que el Dios, que tan liberal enriqueció su grande alma la ha coronado de los verdaderos y eternos laureles, correspondientes al ser sobrenatural que le dio; como recibí de mi padre el ser natural, anhelo también por la duración y la gloria de este en la memoria de los hombres. Pero este mi deseo estaba contenido de mi suma proporción hasta que, debiendo al padre celestial que me llamase por sola su bondad a la religión, se me propuso vivamente la sentencia de Cristo que manda dar al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios, y aún parece en el orden con que lo intima, que debe el cumplimiento de la primera parte de la sentencia hacer más grato el de la segunda y que no hallará gracia en el sacrifi- [h. 10v] cio ofrecido a la deidad la mano que retiene lo que debe a un hombre. Esto me hizo mirar ya como obligación mi deseo, y así no juzgues que dedico presumida, sino que restituyo justa. No hay en mi caudal para fabricar un dedo de tanto coloso, ni presume el femenil aliento de mi pluma animar la vida de su fama, ni mis hombros son capaces de libertarlo de las cenizas del sepulcro. Tiene este Anquises su piadoso Eneas, y tal que recibirá y llevará con firmeza esta dulcísima mole, pero debo aplicar, como el polluelo de la cigüeña, mi espalda, aunque débil; debo conspirar a la extensión de su nombre con mi aliento, aunque flaco, porque le debo el aliento y debo, como las menudas y estériles arenas, ligarme al precioso metal de su estatua, pues no menos que él pertenecen al dueño de la mina.
Te prevengo también que en esta Obra hallarás muy poca alma y, por consiguiente, poco gusto, por estar toda tejida de sucesos caseros, para los extraños muy ocultos, pero para los propios muy animados y muy venerables, como otros tantos panteones de aquellas virtudes que, repartidas con más publicidad en muchos, han llenado el mundo de ad- [h. 11r] miración. Y especialmente se trata de un lustro de oro, que no fue siglo porque no sufre ni merece tanto bien la miserable vida humana, pero fue donde sazonó este incorruptible cedro su más preciosa médula.
Pero porque aún tanta obligación de llorar a un padre tan digno me dejaba quejoso el deseo de ofrecerle unas lágrimas dignas del objeto y dignas de su aceptación, tomé el nombre de mi madre, cuya persona había sido toda la felicidad de su marido y cuyo fidelísimo y magnánimo corazón fue el archivo y el reclinatorio de sus secretos y de sus cuidados, y por una larga sincera íntima comunicación vino a ser también su mejor traslado.
Por no dejarte duda ni a mí el reparo de introducir otro sujeto, de quien sin las razones expuestas hablo con iguales afectos, te manifestaré que habiendo de ser alguno para dar variedad al asunto, introduje, con el nombre de Amarilis y en obsequio también de Fileno, una hija a quien extremadamente amo, juzgando que no sería digno de censura que yo llorase a una hermana que vivió amada de todos y muerta a los veinte y cuatro años de su edad mereció las lágrimas de todo su pueblo. [h. 11v] Ni quiero que juzgues que nací de las malvas o que me comparo con Melchisedech porque digo que no conozco otro amor que el de la amistad. Muy íntimamente siento el natural pero, no extendiéndose en mi estimación más que a padres y hermanos, quise atribuirle la suma pureza del de la amistad, porque apoyando el que les tuve y tengo principalmente en sus virtudes y en la correspondencia fidelísima que puedo decir fue nuestro distintivo, creo que así lo explico y lo honro.
Repararás que la obra acaba intempestivamente: es verdad. Insto al tiempo de dar a Dios lo que es de Dios. Vale Lector. Vale Mundo.

ADVERTENCIAS PARA LA ÉGLOGA SIGUIENTE.

Tomó para ella el autor el sitio donde se juntan los ríos de Genil y Darro. Amarilis está enterrada en los Basilios, cerca del Genil; y Fileno en la Iglesia de San Pablo, orilla del Darro.
[f. 1]El amor sencillo. Égloga pastoril Nise.Belisa….
[f. 419]

Índice de las obras contenidas en este Libro

[...]
[f. 426]

FIN